miércoles, 24 de abril de 2013

Años luz

(Escrito e ilustrado en Cabo Polonio, Uruguay / Marzo 2013)

 Ilustración:ValdoTorres


-       Mami, cuantas estrellas hay en el cielo?

-       No sé mi amor…pero podés contar. Contá.


Una de las tantas cosas excelentes de la infancia y saber contar sólo hasta 100 es que te dormís en seguida.

Hoy tengo casi 40 años, soy físico nuclear y le dediqué la mayor parte de mi vida a tratar de comprender y dialogar con la estructura fundamental de la materia: todo aquello que compone “todo aquello”. Aprendí gracias a mi profesión a contar un poco más allá de 100 y ahora mismo vivo en una península uruguaya sin luz eléctrica. Esa es mi vida resumida en un párrafo a punto de dar apertura a un paréntesis extenso.

Las noches en este apéndice del mundo me permiten ver absolutamente todas las estrellas del firmamento y en algunas de esas noches sencillamente no puedo parar de contar. Trato pero me resulta imposible y el sueño no llega porque las estrellas no se van. Son esas noches en las que pienso en mi mamá, en mi infancia, en lo poco que recuerdo de mi padre y lo poco que él probablemente recuerde de mí. Pienso en la muerte, en el amor y la locura de osar pretender entender a esos conceptos y a todo lo que está más allá de aquello a lo cual me rehúso a denominar “infinito”, porque a mi parecer nada realmente lo es. Ni las estrellas, ni ese mencionado amor, ni la locura y ni siquiera la muerte. Son esas noches de estrellas e insomnio en las que recuerdo a Ana.

La imaginación no es mi fuerte pero hago un esfuerzo para que me transporte hasta ella y a la vida que ha de estar llevando. Me siento bien conmigo mismo al desear honestamente en el silencio de que sea feliz, de que sea amada y por sobre todo de que sea mamá; esa mamá en la que yo no la pude convertir y que era lo único que ella deseaba con su enorme e irreductible corazón.

Le hago trabajar horas extras a mi ya limitada capacidad de imaginar y procuro visualizar ese improbable universo paralelo en el que estamos juntos y tenemos ese perro al que sin conocerlo ya le habíamos puesto nombre. Por suerte me doy cuenta rápidamente de que todo aquello es una inmensa y dolorosa pérdida de tiempo. De las diecisiete mil corrientes de percepción dimensional que personalmente contabilicé hasta ahora, en ninguna de ellas le estoy paseando a un pug llamado Chinaski alrededor de la manzana.

Si bien está más que comprobado que los universos paralelos existen por más que la información aun no se haya vuelto de común conocimiento, yo sé que de los “no infinitos” universos que se deslizan a lo largo de finos tejidos de percepción que nos separan de ellos, Ana, el pug y yo no co-existimos en ninguno de ellos. Archivo la idea en la carpeta “sueños” que hace rato pide a gritos un backup o directamente un viaje a la papelera de reciclaje sin esperanza alguna de ser reciclada. Lo mío son los números del mundo consciente que son lo más cercano a un dios que encontré hasta ahora. Y eso sin ninguna duda es lo que me trajo hasta este lugar. Si dios realmente está en los detalles entonces el diablo es el macro.

Me reclutaron casi en contra de mi voluntad, por medio de un intimidante sueldo al que mis circunstancias me impedían decirle que no y vine a esta península hace ya tres años de un contrato que estipula que me tengo que quedar cinco sin abandonar un delimitado perímetro en este tiempo y bajo ninguna circunstancia. Formaron un equipo “elite” constituido por astrónomos, artistas, matemáticos, teólogos, un cosmonauta y un astronauta que para mí son la misma cosa pero según ellos la diferencia es marcada. Les aseguro que hay mejores cosas que hacer en esta isla que ponerme a discutir con un ruso y un yanqui que cada vez que tomaban sus respectivos venenos contaban la innecesariamente gráfica descripción de lo que sienten tus testículos al vivir la gravedad cero por primera vez.

La última bolilla de este equipo era yo, el único físico nuclear. Sin dudas el más solitario y retraído de todos los reclutados, cosa que no me molestaba para nada porque por lo general me resulta muy difícil lograr una conexión a nivel personal, cosa que no me avergüenza para nada.

Nos dijeron que tenían evidencias cuasi concretas de origen temporalmente confidencial inclusive para nosotros de que algo enorme estaba por ocurrir. Después de muy poco empezaron a formularse las inevitables teorías y la más verosímil dentro de su inverisimilitud era que una sonda en el espacio profundo se topó accidentalmente con un código complejo lleno de instrucciones y/o advertencias. Nuestra misión era convertir lo encriptado en específico. Lo que sí estaba muy en evidencia era que sea lo que sea que ese mensaje estaba tratando de comunicar, había altas probabilidades que tenía directamente que ver con el destino inmediato y absoluto de la humanidad. A nosotros nos tocaba encontrar el código que rompa el código y liberar ese secreto.

Un “evento” se dirigía en tren bala y sin escala hacia nosotros. Si ese evento era positivo o negativo ya era parte del enigma envuelto en el acertijo, pero el hecho de que aquello que se avecinaba era inmenso y sin precedentes estaba tácitamente palpable en el aire. Lo sentíamos por momentos hasta en el comportamiento de las aves que reinaban ese espacio en el que nosotros estábamos de visita.

Si este mencionado evento implicaba consecuencias positivas o negativas para la raza humana era precisamente el misterio a resolver y el motivo por el que estábamos todos ahí; llegar juntos a la casi imposible respuesta de una impostergable pregunta: Aquello que está cada vez más cerca a convertirse en nuestro destino es bueno o es nuestro mismo fin? Y la presión de tener que llegar a esa respuesta se sentía por momentos como una escala de grises cayendo en picada hacia la oscuridad.

Para algunos la presión fue mucha, considerando que en estos tres años tuvimos dos abandonos. Debido a la naturaleza tan confidencial de la situación y a las clausulas cortésmente intimidantes de esos contratos firmados, ninguno de nosotros tenía duda de que esos abandonos finalmente fueron equivalentes a suicidios. Ese cosmonauta y ese astronauta jamás volvieron a contar sus historias de testículos anti gravedad, los que nos quedamos dábamos esto por hecho. Por eso nos quedamos.

Ese lugar, que para muchos turistas con los que ocasionalmente nos permitían socializar era un paraíso terrenal, era para mí el mismo infierno en el que en cualquier momento veríamos la cola del diablo asomarse por encima de una de las dunas como un periscopio.  

Me quedaban dos años para descifrar si el mundo llegaba a su fin o si estábamos al borde de una era de paz e iluminación, un concepto con el que ni siquiera el más “buena onda, cero estrés loco” de los artistas presentes con tendencias farmacológicamente utópicas podía amigarse. Semejante optimismo no se lograba plasmar en sus cabezas y mucho menos sobre sus lienzos. Capaz que si Da Vinci estaba entre nosotros nos daba la respuesta a la semana pero ni el artista que tuvo esa sobredosis fatal ni el que quemó su última neurona con un peyote color violeta y terminó vendiendo ceniceros hechos de su pelo a turistas era Da Vinci ni mucho menos.

Al que tuvo la sobredosis le compré, unos días antes de su incidente, un cuadro muy bien logrado del atardecer en la península que estuvo colgado por mucho tiempo en mi cocina. La enmarcada obra del artista, a quien la naturaleza humana y su pesimismo terminaron por ultimar, me hacía recordar constantemente de que el vaso de la vida no está mitad lleno ni mitad vacío, el vaso fue convertido en una plantera y esa planta murió de sed hace mucho tiempo. A veces me pregunto si algo hubiese cambiado de haber sido aquel óleo un retrato del amanecer, la probable respuesta es “no”. A todo comienzo le espera un final.


-       Mami, cuantas estrellas hay en el cielo?

-       No sé mi amor…pero podés contar. Contá.

-       Trato mami pero no paran nunca y tengo miedo de no poder parar yo tampoco. Tengo miedo de volverme loco…como papi.

-       No tengas miedo mi amor, no son infinitas porque lo infinito no existe. Todo se acaba y algún día esas estrellas se van a acabar y vas a tener ese número que buscas. Se van a acabar porque todo se acaba, todo siempre se acaba.

-       Yo no quiero que vos te acabes, mami.

-       Yo sé mi amor, yo tampoco quiero eso. Quiero que estemos juntos para siempre…pero decirte que eso es cierto sería una mentira. Yo algún día no voy a estar más y algún día vos tampoco. Todo se tiene que acabar. A todo comienzo le espera un final, mi amor.


Dije que sabía poco o nada de los sueños y la pseudo ciencia que pretende darles una interpretación, pero esas efímeras noches en las que sueño con mi mamá son la misma definición de agridulce. Son en simultaneo, los sueños más felices y tristes que tuve en mi vida.

El año que deje todo, cuando decidí abandonar a Ana y a la vida que habíamos bocetado juntos fue el año que mi mamá falleció. Fue cuando decidí patear el tablero de mi vida y venir aquí. Vine al fin del mundo para analizar el fin del mundo dejando que el frío proceso de la lógica pura se apodere de mí. Hace tres años que no llego a ninguna respuesta. Hace tres años que pienso solo en Ana, en Chinaski y en todos los “vos y yo” que ya no existen y jamás van a existir. Tres años de estrellas que atormentan mis sueños, esos pocos sueños que no entiendo pero atesoro.

Me doy cuenta ahora que la ironía más grande de esas estrellas es que muchas de ellas ni siquiera están ahí porque se apagaron hace miles de años. Lo único que realmente vemos es la luz que alguna vez proyectaron y que continua en viaje hacia nosotros. Fantasmas que cada noche nos embrujan a años luz de distancia y ni siquiera lo sabemos. Yo creo en cada uno de esos espectros que viajan hacia mí y espero que de la misma manera ellos crean en mí cuando yo emprenda mi viaje hacia ellos.

Y así…muy de golpe, así como estoy escribiendo esto y espero que todavía lo estés leyendo, la respuesta que tanto buscaba llega a mí y se queda conmigo para siempre.