martes, 12 de abril de 2016

Donde vine a desaparecer

Ilustración: Regi Rivas

Una chica hace vuelta estrella encima de un fogón al que un muchacho con rastas trata de dar vida. Le hacen fondo de pantalla surfistas distantes en su peregrinaje determinado hacia las violentas olas de aquel océano.

La historia convertida en leyenda de esta península cuenta que a una corta distancia del lugar desde donde escribo esto, hay un torpedo no detonado en el fondo del mar. Algún recuerdo de un lejano malentendido en el que fuerzas enemigas trataron de tomar este, estratégicamente posicionado, lugar. Los enemigos fracasaron.

Este rincón del mundo al que decidí venir a esconderme de todo aquello que en algún momento decidí llamar “mi vida”, aunque nunca fue mía, siempre la estuve prestando de alguien más. Alguien a quien probablemente ya no voy a conocer.

Es en este lugar, donde reinan los perros de playa en su eterna búsqueda de un amor real pero pasajero por parte de visitantes. Si bien ellos consideran honestos a esos fugaces amores, sus salvajes corazones no le permiten olvidar lo efímero de aquellos romances y que su verdadero y único amo es el océano. Si bien sus nombres cambian con cada nuevo amor pasajero, comprenden también que sus verdaderas denominaciones son los sonidos de olas chocando contra olas.

Este es el lugar donde vine a desaparecer.

Hay noches y son muchas, en las que sueño con los destinos de todas aquellas personas a las que dejé atrás sin ninguna explicación hace tantos años. Me pregunto si se acuerdan de mí, si me odian o finalmente me entendieron y por sobre todo me pregunto si encontraron felicidad. Trato de pedirles perdón pero no hay caso porque o no me ven o me ignoran por completo cuando intento comunicarme y tiene sentido. Es lo mínimo que me merezco, aunque sea solo en sueños.

Cuando finalmente entendí la naturaleza de mi esencia, no había caso. No podía quedarme. Y si bien siento la necesidad de pedir perdón a los que abandoné, los sentimientos no son sinceros. Lo que hice lo hice también por ellos. La búsqueda de uno mismo es siempre peligrosa porque uno nunca sabe con qué se va a encontrar y es por eso que lo correcto es enfrentar solos ese misterio. Al menos esa era la lógica que yo le encontré al asunto.

El miedo al dolor de abandonar lo que uno ama pierde sentido al darnos cuenta de que todo finalmente duele a su manera. El dolor tiene colores diferentes y tarde o temprano todos tenemos que elegir uno.

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Hay pocos lugares para comer. De los pocos que hay ninguno es particularmente bueno aunque hay uno que es “el menos peor” y es ahí donde acostumbro ir. Los turistas enloquecen con esta galería al borde del mar y pagan lo que sea por una Coca Cola Zero tibia. Nadie más capitalista que un hippie con un comedor en la playa y nada más tristemente irónico.

Hay una particularidad cada vez que vengo a este lugar, siempre me atiende la misma moza. Puedo sentarme en diferentes sectores del establecimiento pero siempre es ella.

En total hay cinco mozas. Dos de ellas se nota que son muy atentas y amables, señoras mayores de pelo blanco pero altamente eficientes en su oficio. Las otras dos, jovencitas aventureras viajando por el mundo con tablas de surf que por lo general no duran más de un mes en el trabajo. Se despiden rumbo al próximo destino y llegan las siguientes aventureras de blancas sonrisas y soleadas predisposiciones.

Y finalmente, llegamos a la quinta moza, la que siempre me sirve a mí. Quizás el ser más desagradable que conocí en mucho tiempo y digo esto desde un lugar de paz interior importante. Lo digo sencillamente porque es la verdad y la verdad es, lastimosamente, más fuerte que la paz. No sé qué le tuvo que pasar a alguien para terminar tan amarga en un contexto que promueve todo lo contrario.

Teniendo en cuenta que esta península estaba llena de historias como la mía, existía una consideración mutua entre los que vinieron a hacer (o olvidar) sus vidas aquí. Dejar en paz el pasado ajeno. Hacer de cuentas que uno nació el momento en que decidió llamar a esto su hogar. Antes de eso podríamos haber sido un susurro del cosmos flotando en el infinito (o algo similarmente pretencioso) y a nadie le habría importado. Es este el motivo por el cual no le pregunté nunca a esta mujer qué le pasó. Sencillamente decidí aceptarla y tolerarla mientras me servía de mala gana mi comida. 

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Este comedor siempre me trae el recuerdo de mi último perro de playa. Traje a una chica a cenar aquí hace mucho; una turista americana que estaba pasando unos días entre nosotros. La cita era un protocolo ridículo para el sexo que inevitablemente ocurriría después porque la química era palpable. En aquel entonces yo aún entendía las reglas de estos rituales. Hoy en día ya no tengo la más mínima idea.

Los perros de playa siempre me parecieron fanfarrones oportunistas. Letrados en el guion de cordial animal que les permitiría comer ese día. Algo así como un malabarista sobre un uniciclo, escupiendo fuego en un semáforo ubicado en alguna ciudad lejana al mar. 

Ese perro era diferente. Había en él una nobleza proyectada por esos ojos negros que realmente dejaban entrever un alma. Este era mi perro de playa y por su magnífico color negro decidí llamarlo “Ninja”.

Habíamos terminado de comer un delicioso y muy costoso plato de camarones al ajillo cuando percibí a Ninja dirigiéndose hacia nosotros bajo la luz de la luna. Siempre caballero, le pasó la pata a mi cita a modo de saludo y ella feliz. Fue ahí cuando, con una velocidad que no me dio tiempo a gritar “NO” (simultáneamente en español y en inglés), esta mujer baja su plato lleno de cáscaras de camarones al piso. Ninja los devora y empieza inmediatamente a atragantarse.

Cuando ese magnífico animal murió en mis brazos unos minutos más tarde, la gringa pelotuda ya había desaparecido. Esa fue mi última cita y ese fue mi último perro de playa.

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Segundo litro de cerveza que me invita este desconocido. Este bar es el único lugar al que vengo cuando siento la necesidad de no sentir nada. Mi encuentro con este triste hombre fue casual y sencillo pero toda socialización en la playa por lo general lo es. El hombre me cuenta su historia y la historia me toca una fibra hasta el punto en el que el tercer litro de cerveza lo invito yo.

La historia no era original pero jamás la había escuchado desde la primera persona. El hombre vino de vacaciones a este lugar con la mujer con quien se iba a casar y terminó volviendo a casa sólo. La energía de este sitio logró poseer por completo a esa mujer que creyó haber encontrado la manifestación de su destino y lo único que regresó de ella a aquello que ya no sería más su hogar fueron cartas de disculpas para sus padres, hermanos, hermanas y para su mejor amiga y futura dama de honor. Me imagino a esa chica abriendo esa carta y enterándose de que su cita con la modista tendría que ser cancelada.

Me di cuenta que este hombre con el que me estaba emborrachando sería lo más cercano que llegaría a todos aquellos que yo mismo había dejado atrás y que noche tras noche me ignoraban en sueños. Decidí sacar el máximo provecho de esta interacción y ver si me tropezaba con alguna respuesta.

El calvario de este hombre empezó en ese viaje inicial hace cinco años y ahora volvió a recuperar a aquella mujer que nunca aprendió a olvidar. Una situación telenovelera pero poderosa. El dolor ajeno mereciendo todo mi respeto.

El hombre alegaba haber tenido un momento de gran claridad en el que entendió que océanos había muchos y pertenecían a todos pero que de él había uno sólo. Único en sus defectos y virtudes pero colosal en su amor hacia esa mujer que tanto lo había lastimado. El perdón es siempre la más fuerte y errada demostración de amor. 

La gratitud expresada en un intento de abrazo que logré esquivar me generó todo tipo de incomodidades. Intentando desviar la atención del innecesario acercamiento físico le pregunté si tenía una foto de la mujer. En la península no éramos muchos y si ella se había quedado los cinco años ahí, habían excelentes probabilidades de que la haya visto o hasta que la conozca. 

Observé esa foto en blanco y negro por un instante en el que el tiempo se dedicó a ser otra cosa y empecé a entender cosas que nunca antes tuvieron sentido. Me reí del mundo y por sobre todo me reí de mí mismo por ser parte de él.

Devolví la foto, fondeé mi último vaso de cerveza, me levanté de mi butaca y me despedí de ese hombre con parcas palabras de las que en retrospectiva, me arrepiento por su innecesaria descortesía: “Jamás la vi en mi vida”.

Hay corazones fuertes en este mundo, el mío no es uno de ellos. No había manera en la que yo podía decirle a ese pobre diablo que a la mujer que perdió hace cinco años la podía encontrar a cincuenta metros de donde estábamos sentados, en un comedor al borde del mar. Un lugar en el que hay cinco mozas. Dos de ellas señoras amables, dos jovencitas aventureras y una más. La que siempre me atiende a mí.

Vale aclarar que en esa foto en blanco y negro, ella sí estaba sonriendo. Y qué hermosa sonrisa era esa.