domingo, 27 de junio de 2010

Tres tristes tigres

Ilustración: Amelí Schneider

Imágenes de luz rota bailan sobre ojos sinceros cerrados. Margen perfecto para una mirada al infinito, mientras la sinfonía agridulce suena en la FM más amistosa. Va amaneciendo y me pego a su espalda, los latidos intentan sincronía y yo trato de formar ese círculo que es semi suyo y semi mío. Afuera lluvia aterriza en vectores cada vez más grandes y me doy cuenta que este es y siempre va a ser: otro lugar.

Lentamente voy tomado conciencia del oasis que me rodea y sé que estoy por despertar. Pienso por un momento que si la vida realmente es sueño cada vez que despertamos morimos y empiezo a pelear por mi espacio en este otro lugar. Los latidos empiezan a dibujar la línea recta y consigo ver en toda su gloria a esa última pirámide de mi existencia.

Me despierto.

Cierro los ojos y trato de volver inmediatamente pero los abro de vuelta casi al instante porque sé que las cosas no funcionan así. El sueño se fue al lugar al que los sueños van cuando terminamos con ellos o cuando ellos terminan con nosotros. Trigo en el trigal.

El invierno dice que si esta noche y un pobre perro ladra en la distancia. Trato de olerla en la almohada pero ya no queda absolutamente nada. Me tapo, me enrosco, me duermo y vuelvo a soñar pero el sueño ya es otro. Estoy en una selva y ahí los encuentro sentados juntos al borde de un gran precipicio. Lagrimas cayendo por sus hocicos y empapando sus melenas, mientras ellos tratan inútilmente de rugir entre sollozos. Los veo y lo único que quiero hacer es correr hasta ellos, abrazarlos y decirles que todo va a estar bien, pero sé que no puedo.

En ese momento lo entiendo todo.

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